Son las cinco de la tarde de un viernes desabrido. Ayer, a esta misma hora, esperaba juntarme con D. Temía que me avisara a último momento que no iba a llegar, o que me iba a dejar esperando en algún nivel de la estación del metro Universidad de Chile. Hoy hace más calor que ayer. Ayer era más primaveral que ahora, porque notaba que las flores se iban abriendo a medida de que iba caminando y la risa se asomaba en mi rostro y nada más me importaba.

Ayer nos vimos y eso es lo único que importa ahora, a pesar de que en este minuto la pena me come, la nostalgia me come, porque ya no estoy en ese momento con ella y rodeado de toda esa gente. Ya no estoy en el paseo Ahumada haciendo fila en el McDonald’s porque D. quiso tomarse un helado, y mientras ella esperaba ante el cajero del local, yo tomaba cierta distancia para verla de cuerpo completo ¡Se veía tan linda! Y me reía para mis adentros, porque antes de que llegara, creí que no iba a sentir nada, pero me embargaron la ansiedad y el deseo.

Cruzamos la Alameda para ir a ver la última película de Clint Eastwood, la cual estaban proyectando en el Instituto Nacional. Tuvimos que esperar en la puerta, puesto que la función aún no partía. Ahí había un cartel con el rostro de Clint cubierto de sombras y arrugas. Jamás pensé que iba a terminar viendo una película de Clint Eastwood con D., la mujer que he estado amando en secreto en estos dos últimos años. Bueno, el secreto era solo mío: solo una vez, hace tiempo, le había dicho de mis intenciones y las pulsiones que ella despertaba en mí, pero reaccionó desorientada. Por esa vez las cosas nos desencajaron a ambos, y como siempre, yo terminé mal.

Antes de la función hablamos un poco del trabajo y de anécdotas con colegas y de lo que nos esperaba cerrando el año. Quedaba poco de su helado y ya debíamos entrar a ver la película. La sala era amplia, demasiado amplia para el poco público que había. Me costó bajar las escaleras por culpa de mi visión deficiente y la oscuridad, lo que me llevó a afirmarme en ella. Nos sentamos en el centro del auditorio.

Clint Eastwood, ella y yo.

La película tenía unos diálogos pobres, repetitivos y absurdos. Un trabajo muy inferior a lo que Eastwood hacía regularmente. Clint se veía cadavérico y tembloroso, lo que me impactó de sobremanera, apenándome más de lo necesario. Ese Clint frágil me hacía pensar en mi padre, que justo en ese momento estaba celebrando su cumpleaños número ochenta y dos. El avance del tiempo me sume en la idea de la finitud de las cosas, en la muerte a la que temo, pero no a la propia, sino a la de quienes quiero. No me quiero quedar solo en una casa enorme, donde los inviernos serían complicados de sobrellevar. No quiero pensar en los inviernos del futuro.

El aire acondicionado enfrió mis brazos y me costaba prestar atención a los diálogos de la película. Trataba de mirar de reojo a D., para cerciorarme de que ella también lo hacía. Según mi percepción, ella lo hizo dos o tres veces según lo que me permitía ver la penumbra. Decidí romper la distancia para poner mi brazo derecho en su hombro, atraerla hacia mí y tapar la mano helada entre los pliegues de su chaqueta. El olor de su perfume me llevó a un estado embrionario de calidez y protección. Esa fragancia fue lo que más me estremece hasta hoy, ya que aún lo huelo levemente en mis brazos y en la camisa oscura que suelo ocupar en ocasiones especiales. Por ese rato estuve rígido y feliz, sentía sus rodillas y pies rozando una de mis piernas. El deseo de nuevo comenzó a correr por mis vasos sanguíneos: quería besarla, acariciarla como un loco y hundirme en ella, ahí mismo en frente de todos los espectadores de la película, pero me contuve.

El frío artificial distaba del desierto y de los rostros resquebrajados que aparecían en la pantalla. Gente ruda atravesando descalabros por las rutas del norte de México, de esa frontera de los desterrados y pordioseros del destino. La soledad de las carreteras se rompía con la idea de que cada personaje tenía a alguien que velara por ellos, ya sean asesinos a sueldo, padres arrepentidos, Dios, o una viuda ávida de volver a amar.

Una pareja que estaba ubicada en las butacas delanteras tomó sus cosas y se marchó cuando la película llevaba algo más que la mitad del metraje. A pesar de mi amor por Clint Eastwood y todo lo que él significa para mí, deseaba que el suplicio de la mediocridad en la que él había caído acabara pronto, para así poder marcharnos a comer y tomar algo por ahí. La hora transcurrió rápido y fuimos los primeros en desocupar la sala al finalizar la proyección.

El viejo Clint se quedó bailando en mi mente. Él y su viuda mexicana, solos en la posada, con el vaivén del ritmo otoñal del desierto mexicano y con los rayos del sol violando toda privacidad protegida por las persianas. Eastwood, con un cuerpo viejo y tembloroso, gozando hasta con el roce más leve e intentando bailar un bolero, abrazado a la morena que en el fondo lo quiere, pero que en el instante no se atreve a expresarlo.

Al andar por calle Arturo Prat para conectar con la Alameda, me sentía como un Clint joven con un corazón viejo desplazándose por un Santiago postapocalíptico, donde no hay nada que perder, pero en el cual siempre se puede ganar algo, por más marginal e insignificante que parezca.

Caminamos por Alameda en dirección a un bar que se ubica a un costado del cerro Santa Lucía. Fuimos sorteando la decadencia y el olor a meado que se concentraba en los muros de los edificios. D. me hablaba de la vez en que salió con V. y finalizaron su encuentro bebiendo cervezas baratas y conversando sobre el rol preponderante que él tuvo en la campaña de la alcaldesa de la comuna en donde estábamos parados. Eso me afectó. Con un afán de desviar el curso de la conversación y disfrazar los motivos de la rabia, le conté sobre algunas decepciones con amigos y con el partido político en el que antiguamente militaba.

La noche se transformó en una noche veraniega cualquiera trasplantada en los inicios de la primavera. Los jóvenes transitaban abrazados y besándose, otros escupían gargajos a los escombros de lo que antes fue una vereda y los negocios bajaban sus cortinas. Las luces de la ciudad no alumbraban tanto como antes. Extrañé la belleza chillona del neón y de los borrachos anunciando desgracias universales. Recordé una madrugada en la que caminaba borracho por el centro y sacaba fotografías mentales a enanos y travestis, sintiéndome como uno más de ellos. No sé cómo puedo echar de menos algo que poco recuerdo, ya sea por el paso del tiempo o porque la ebriedad de esos momentos archivados me llenaba de vacíos mentales. El presente urbano genera miedo en mí, a pesar de que estando con D., podía enfrentarme a cualquier cosa.

Llegamos hasta el bar que siempre quise que ella conociera. Nos sentamos cerca del pianista y de la barra. El local estaba repleto. Las oscuridades se disipaban. Encargamos una pizza y algo para beber; ella pidió una Coca-Cola y yo un ruso blanco, pero me trajeron uno negro. El ruso negro me transmitía la leve esperanza de que me convertiría en un tipo osado, locuaz y seductor, es decir, aposté demasiado en mí mismo. Nuestra conversación fue suave y ella soltaba candidez a raudales. Su ternura me comía por dentro. Le regalé unos peluches de Allende y Violeta Parra y una insignia del Partido Comunista. Se las entregué bordeando la frialdad, dando la oportunidad por perdida, porque temí que ese gesto fuera una señal equivocada, o simplemente la que yo no quería. Tuve la sensación de que alguien nos observaba. Por esos segundos me comporté como un tonto. D. se mostró agradecida y parecía una niña abriendo los regalos de navidad. Pedí un último ruso negro y se acercaba el momento de marcharnos. Me levanté un poco tambaleante de mi asiento para ir dejar dos mil pesos al vaso de propinas del pianista, que en ese momento tocaba un bolero, el mismo que sonó en la película de Clint.

Llamamos a un vehículo a través de una app de mi celular, el que tardó cuatro minutos en llegar. Tenía cuatro minutos para hacer algo, no podía volver a casa con la misma sensación de vacío de siempre. La abracé con fuerza y sentimos nuestros cuerpos. La excitación bullía en mí, pero me intranquilizaba pensar que ella quizá no sentía lo mismo, que tal vez ese abrazo lo hacía solo por cariño, por el aprecio de cualquier amistad. Pasó un tipo -o una tipa- con un físico derruido que nos pidió una moneda y D. le dijo que no teníamos ni un peso. Esperé hasta que se marchara para seguir abrazándola, apoyé mi nariz y boca en su cuello para seguir oliendo su perfume, llegó el auto que pedimos y solo alcancé a darle un beso en la mejilla.

Arriba del auto seguimos hablando animadamente, ella más que yo. Me habló de sus planes y proyectos y yo le tomé su mano para entrecruzar mis dedos con los suyos. Estuvimos largo rato así. Me encanta su manito flaca y suave, tan delicada y distinta a la mía. En ese momento quise compartir todo mi mundo con ella, todo mi pasado y todos mis espasmos de futuro. Llegamos hasta su casa, D. se bajó y yo continué el rumbo hacia la mía. El conductor me preguntó si nosotros éramos compañeros de universidad, le dije que no, que somos compañeros de trabajo. Después el conductor me conversó sobre un antiguo vertedero que se ubicaba cerca de allí y que continuaba emanando gases con olor a confeti y dulces. Después le dije, en un arranque de franqueza, que D. me gustaba y que sería tan feliz si ella llegara a ser mi pareja. “Tiempo al tiempo” me dijo él, un empleado bancario de día y taxista de noche.

Llegamos hasta casa, me bajé y noté que todas las luces estaban apagadas. Mi perro reaccionó levantando la cabeza para después seguir durmiendo. La habitación estaba con la ventana abierta hasta atrás y el silencio era interrumpido por las suelas viejas de mis zapatos. En las noches todo se vuelve más pesado y espeso, sobre todo los pensamientos. Múltiples voces me susurran en la cabeza, palabras de amigos que se remiten a decirme que me falta un proyecto de vida, de que debo aventurarme por elegir un camino; escucho a D. diciéndome que abra mis círculos de amistades, que haga cosas solo, viajar, caminar por un parque, etcétera. El problema es que he tomado caminos, me he arriesgado y he sacado pocas cuentas alegres de eso. Malas decisiones por doquier, acciones erráticas, metidas de pata, ya nada comparado con lo que solía ser hace diez años. Y el problema es que me la he pasado solo toda mi vida y no he perdido oportunidad en dejar de estarlo, pero lo mismo, el pantano es más profundo de lo que aparentemente se ve y la gente siempre se va.

Ya son las 19 y 25 de la tarde y recuerdo todo esto temiendo perder algo más que el tiempo. Clint sigue bailando un bolero en mi mente, con su morena y perfumada viuda mexicana, gozando hasta del último instante de su vida.

D., te veo bailando conmigo.

Los Panchos – Sabor a mí

Travis – Sing

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